Por Daniel Samper Pizano
Viernes 11 de julio de 2003
El jueves pasado, después de haber hablado con algunos de sus amigos más cercanos sin revelarles su decisión, María Mercedes Carranza terminó su jornada de trabajo en la Casa Silva, se marchó a su viejo apartamento en los cerros de Bogotá y se quito la vida.
No fue una determinación caprichosa ni por azar. En los últimos años se le habían acumulado muchos pesares -desde el asesinato de Luis Carlos Galán hasta la muerte de dos de sus más queridas amigas- y a esta suma de penas se le agregó hace ya meses el secuestro, por cuenta de las Farc, de su hermano Ramiro, un hombre sin enemigos y sin patrimonio.
Aunque solía exhibir un temperamento alegre y risueño, de vez en cuando a María Mercedes se le oscurecía la mirada y comentaba entre suspiros: "¡Ay, este país nos está matando!".
Antes de que lo hiciera el país, ella prefirió asumirlo por su propia mano. Ejerció así una de las pocas libertades que nos van quedando a los colombianos, que es la de escoger morir antes de que tomen la decisión por uno.
De sus temores y angustias de poeta dan testimonio los títulos de algunos de sus primeros libros: Tengo miedo, Hola, soledad, Maneras del desamor. Pero el último, El canto de las moscas no es ya un recorrido interior sobre los apremios del amor y la existencia, sino un canto funeral a Colombia. Un canto estremecedor y desolado, cuya música emerge de los nombres de las aldeas remotas donde la violencia ha dejado su huella. Quiso contarnos que en esas masacres, emboscadas y ejecuciones ya no había dignidad ni ideales: solo sinrazón y muerte, muerte, muerte.
Al decidir la suya hace unas horas, pudo, al menos, revestirla de respetabilidad y de propósito. María Mercedes no ha muerto por accidente, ni porque "así es la vida". Murió porque ya no resistía tanto atropello, tanta injusticia, tanta locura.
Hace ciento siete años, en el despacho contiguo al que ella ocupó en la calle catorce con carrera tercera, el dueño de casa de pegó un tiro fatal. Previamente, el médico de la familia le había dibujado en el pecho el sitio exacto donde late el corazón. José Asunción Silva murió agobiado por la vida. María Mercedes ha terminado por imitarlo agobiada por la muerte.
En la mesa de noche, donde reposaban los frascos vacíos de píldoras antidepresivas, su única hija Melibea, encontró la carta de despedida. Le hablaba del amor y de la juventud. No lejos de allí, prologado por ella misma, estaba un libro de su padre, el poeta Eduardo Carranza. Que una vez escribió: "Todo cae, se esfuma, se despide, y yo mismo me estoy diciendo adiós".
Extraído de http://www.casadepoesiasilva.com
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